Es Semana Santa, en el calendario litúrgico cristiano es el día más importante de sus fieles, pues ahí se demuestra la promesa suprema, a saber, la inmortalidad del alma. Es Semana Santa, y la pasión vuelve a ser protagónica.
La narrativa popular mira a la pasión como deseo amoroso, como desbordamiento del eros por el objeto amado, como motor primigenio, como motivación, de ahí el error de pensar que la fruta maracuyá se le llama Flor de la pasión —o pasiflorina— por su color rojo, siendo lo correcto por la forma de su capullo que asemeja la corona del redentor, esa diadema de espinas que asentó el suplicio vivido. Y sí, la pasión es padecer, padecimiento, dolor que fecunda el crecer. La pasión es el necesario sufrimiento para leudar el espíritu, una ordalía que al final nos redime y nos hace más dignos, o debería. Nos es lo mismo la pasión de Jesucristo que La pasión de Isabela, la primera es una agonía para salvar a la humanidad, la segunda un predecible melodrama ochentero de amor barato.
Se aprende más del fracaso que del éxito, esto es porque el éxito nos coloca en una posición pasiva de autocomplacencia, refuerza nuestro narcisismo al repetir lo bueno que somos. En el éxito no hay introyección, todo es hacia fuera, buscando siempre que el otro reconozca nuestra grandeza. El fracaso —por el contrario— abre el espacio para la meditación, esto es porque el dolor nos hace vulnerables, nos restituye al mundo recordándonos nuestra pequeñez. Es a partir del sufrimiento que se avanza. Sin pasión hay estancamiento e inmovilidad, el alma se empantana y se mira muy parecida a como era ayer. El calvario es el lugar de las calaveras, es el espacio de la muerte, sin calvario, sin ese enfrentarse a la muerte misma, al dolor, al sufrimiento, al suplicio y a la angustia ¿cómo sería posible prosperar? No hay forma. Pero la sociedad ha desterrado el dolor de su existencia y aún así cree vivir en constante crecimiento. La algofobia es fobia al dolor, un miedo irracional a aquello que nos desgarre y nos rompa. De manera no tanto neurótica, sino psicótica, prescindimos de lo que duele, una locura que nos expulsa de la vida, al menos de una vida digna. «Soy feliz», repetimos hasta el hartazgo ante la menor oportunidad. Del tamaño de la explicación es el tamaño de la culpa, y la culpa es dolor. Para estos tiempos, ser infeliz, padecer, es patológico, nos saca de la normalidad y nos castra, nos coloca en un estado de indefensión y de orfandad que resulta insoportable. «Las mujeres no lloran, las mujeres facturan», reza la canción que lanza un imperativo categórico imposible de cumplir, pero que mandata no solo la eliminación de las lágrimas sino la trasmutación de ellas en felicidad, una felicidad capitalista: el dinero. Se ha olvidado que la pasión es dolor, aceptando convenientemente la pasión como mera motivación. «Si el amor duele, entonces ahí no es», dice una frase cliché que se reitera como mantra, quizá por el miedo a aceptar que es justo lo contrario: que el amor duele, y duele mucho, ¿y cómo no?, si el yo queda descarnado, expuesto ante los deseos del otro. Enamorarse no es una certeza, es una apuesta, ¿en qué momento se olvidó esto? Hacer las cosas con pasión y en simultáneo sin que duela es absurdo. La eliminación de lo que lastima suprime también el arte, ya que este se alimenta del dolor, del absurdo de la vida, de nuestra falta primordial, de nuestra caída esencial al ser expulsados del Paraíso —ese mítico lugar indoloro—, y suprimir el arte es negar lo humano. A riesgo de sonar masoquista: ¡qué viva el dolor!
Por: Alejandro Ahumada