Con una rima ramplona se refieren los pubefílicos —aquellos atraídos por el vello público— al delicado pelo corporal que sugiere una zona íntima pilosa: «si así está el caminito, ¿cómo estará el pueblito?». ¡Oda al mal gusto!, aunque debemos reconocer lo lógico de su razonamiento. Con bastante más clase, antigua poesía escrita en sánscrito se refiere a esa delgada línea de vellos que une el pubis femenino con el ombligo como «romavali», según lo narra Octavio Paz en su libro Vislumbres de la India. El romavali es el sendero que lleva al «tesoro bajo el monte del pubis escondido», dice un poema. Finalmente un caminito.
Pero pueblito o tesoro, el pubis femenino se ha visto como ese espacio a colonizar, una zona mistérica y por ello con aires poéticos. Desde las esculturas griegas y sus genitales lampiños hasta la hiperpeluda modelo de Courbet en El origen del mundo, pasando por el delicado vello que se asoma en La maja desnuda, de Goya, el pubis se muestra como el punto culminante de la desnudez, un espacio privado que el capitalismo ha hecho público.
En la década de los cincuenta del siglo pasado, mostrar el vello púbico en revistas de corte erótico estaba prohibido. La insinuación al sexo femenino era la sutil línea hirsuta que partía del ombligo y como una flecha apuntaba al sur. Bajo estas estéticas corporales, Playboy y Penthouse lideraban el mercado softcore o porno suave. Tratando de ganar más lectores, empezaron un guerra editorial mostrando cada vez un poco más. El pubis, necesariamente oculto, según leyes de la época, estaba luchando por salir en las fotografías. Así, cada revista desafió las normas censoras exhibiendo más en cada oportunidad. Guerra púbica se le llamó a esta etapa, en claro juego de palabras a las Guerras púnicas, aquellas del siglo III d. C. entre romanos y cartagineses (nombrados púnicos). Al final, en revistas y películas el pubis triunfó y la norma fue mostrarlo, a costa de perder su carácter enigmático. El romavali se hizo innecesario, ¿para qué sugerir el trayecto si se llegará al destino irremediablemente? El romavali, sendero filamentoso que anticipa una recompensa, es el equivalente a la cena romántica a la luz de las velas: mostrar poco a poco para sostener el deseo. Si el pubis se muestra, los señalamientos que encaminan al visitante salen sobrando adquiriendo una cualidad de lastre y una esencia antiestética. Lo que sobra nunca es bien visto. Hoy, época donde el vello corporal es un excedente, el rastrillo elimina aquel camino tan deseado, depila de tajo lo que considera superfluo. Sin razón de ser ya, el romavali perdió su carga simbólica, se convirtió en un inútil apéndice que debe ser extirpado.
Estos tiempos no se caracterizan por la sutileza, por la insinuación. Todo debe ser dicho, todo debe ser mostrado. El romavali, espacio que sugiere y anticipa, es para épocas menos ansiosas, para unas que disfruten con la espera y la insinuación, que se regocijen con el camino tanto como con el destino.
Por: Alejandro Ahumada