Una de la lecturas de Rayuela, de Julio Cortázar, es que el camino al cielo es tortuoso, no rectilíneo sino más bien cargado de avances y retrocesos —como la arquitectura de esa novela y la vida misma—, lleno de arrepentimientos e incertidumbres, dando cada paso con el miedo a saber que tal vez nos equivocaremos. Leer Rayuela es una metáfora de la inquietud que da la existencia. «Puedes leerla en el orden que quieras», se nos dice, y eso colapsa el orden tradicional de empezar en la primera página y terminar en la última. En su lectura se avanza a brincos, como en el juego infantil rayuela, llamado «avioncito» en México, un divertimento medieval inspirado en la Divina Comedia en el que se salta por nueve cuadros, los nueve círculos del infierno, al tiempo que purificamos nuestra alma tratado de alcanzar el sublime número diez, casilla que señala el fin del esfuerzo y que en muchos países los niños escriben dentro de ella la palabra «cielo».
Sí, el camino el cielo es torcido y sinuoso, ondulado y zigzagueante. No importa si se mira como un espacio divino o como una alegoría de la ansiada estabilidad emocional, lo cierto es que para llegar a ese lugar idílico el camino recto no es la opción, es a trompicones y titubeos, como en Rayuela. «¿Leo el capítulo seis, el trece o el dos?» se pregunta quien se enfrenta a esta historia por vez primera, tal como ocurre en la vida: cada paso tiene sus consecuencias, pues debemos lidiar siempre con la tensión entre nuestros deseos y el deseo colectivo, las normas sociales. Decidir —cambiar un capítulo— es enfrentar nuestro deseo a la mirada juzgadora, «¿Estudio leyes o medicina?», «¿Me cambio el corte de cabello o no?», «¿Me caso?», «¿Me divorcio?». Las alternativas causan ansiedad ya que colocan las riendas del destino en nuestra manos, y el equilibrio emocional puede entenderse —solo puede— como la conciliación entre lo que quiero y lo que quieren los demás, finalmente vivimos en sociedad y un sujeto que no tome en cuenta más que a su deseo corre el riesgo de ser llamado cínico o loco. Y para aquellos que abogan que uno debe —irrestrictamente— seguir su propio deseo, pensemos en lo insensato que es caminar en un día soleado ataviado con telas varias pudiendo hacerlo con la frescura que da la exposición de nuestras carnes desnudas. No, no se puede —o debe— hacer todo lo que uno quiera. Ya Freud lo expuso en su texto de 1929, El malestar en la cultura: en lo social solo se puede mal-estar, esto es, reprimir los deseos a condición de la pertenencia.
Seleccionar es también descartar Y así regresamos a la idea cortazariana que la vida está fundamentada en elecciones que intentan llevarnos al cielo —sea esto lo que sea—, disponiendo nosotros cuál decisión tomamos o, dicho en otras palabras, cuál deseo reprimimos, aunque después no arrepintamos. En el tema sexual la decisión genera un malestar particular y en ocasiones chusco porque nos recuerda que Eros, la pulsión de vida, debe —o debería— estar por encima. Dos escenas del cine, separadas en cultura y años, ejemplifican esto de forma similar: en la magistral El esqueleto de la señora Morales (Rogelio González, 1960), el actor Arturo de Córdova intenta seducir a su esquiva y amargada esposa, Amparo Rivelles, pero justo cuando ella está a punto de ceder esta le pide que se lave las manos con alcohol para eliminar el nauseabundo olor a carne que él carga producto de su trabajo como taxidermista, malogrando el momento. Por otro lado, en el filme Belleza americana (Sam Mendes, 1999) ocurre lo mismo cuando el protagonista Kevin Spacey pretende hacerle el amor a su mujer, pero cuando ella va accediendo apunta que la cerveza que el hombre sostiene en la mano está por derramarse, pudiendo manchar el sillón y frustrando así el encuentro. En ambos casos las dos mujeres se van de la escena con rapidez, avergonzadas por su toma de decisión: la interrupción de un momento marital en cumplimiento de un absurdo —en apariencia— deseo aséptico. Ellas decidieron y su decisión las abochornó. Las dos escenas son trágicamente cómicas.
Al elegir el verde prescindimos del rojo. Poseer algo implica también que una parte se nos va, similar al bolero Cuando vuelva a tu lado, que reza «Que el beso que negaste ya no lo puedes dar», ejemplo de la oportunidad perdida, llegarán otras, pero esa en específico, no. La vida es una larga alternativa, una infinita y complicada toma de decisiones, menos una: nacer, pues la muerte también es opcional.
Por: Alejandro Ahumada