En 1947, durante una muestra pictórica de Siqueiros, María Félix llegaba prensada del corpulento brazo de Diego Rivera. Los reporteros se volcaron en ella tratando de sacar sus impresiones sobre su reciente divorcio del Flaco de oro, Agustín Lara. La Doña arqueó aún más sus acuminadas cejas y respondió a un reportero del periódico El Universal: «¿Quieren saber por qué nos divorciamos?, es igual un motivo que otro cualquiera, ¿no implica acaso toda separación un principio de cansancio?, ¿no puede señalarse como causa concreta el mutuo aburrimiento?… y sobre todo, ¿por qué debo externar el motivo de mi determinación cuando por ser tan íntimo debe considerarse sagrado». Hermoso. Solo de esta frase podría elaborarse un guión cinematográfico o servir de íncipit para una gran novela. Pero lo que resulta más interesante es la manera en que la diva relaciona lo íntimo con lo sagrado.
«La intimidad del hogar», se decía antes. Hoy se abren las puertas virtuales y se muestra el día a día en las redes sociales sin ningún miramiento. Hace poco más de década, la distinción entre las clases pudientes y las de barrio era que las primeras protegían su intimidad con altos muros, quedando fuera de miradas intrusivas; las segundas, permanecían expuestas dada la cercanía de las viviendas, al hecho de compartir un mismo espacio en común —como el patio central de las vecindades— o a la precariedad de sus delgadas paredes que nada se guardan. Entre las clases no acomodadas los festejos íntimos eran necesariamente públicos, los cumpleaños incómodamente comunitarios y los gemidos sexuales se filtraban por las porosidades de sus habitaciones. Hoy —por decisión propia—, ricos y pobres son clases desprotegidas en el sentido que nada las protege, se puede ver y escuchar a través de sus muros. No hay intimidad. Los viajes, espacio de encuentro entre parejas, familias y amigos, es ahora un espectáculo que se comparte con cualquiera, eliminando su carácter exclusivo. La misma zona íntima corporal cayó en zona pública, mostrándose en Storys, o al mejor postor en OnlyFans.
«[…] ¿por qué debo externar el motivo de mi determinación cuando por ser tan íntimo debe considerarse sagrado», expuso la hermosa dama. La sacralidad es lo reservado a los dioses, dice Giorgio Agamben. El profano no sabe de esto y por ello para él nada debe ser guardado, más al contrario, todo es para exponerse. Sagrado y profano. Si todo es mostrado se pierde el carácter sacro. Publicar es hacer público, eliminando la intimidad y con ello la sacralidad. Lo publicado es para todos, y cuando algo es para todos es para nadie. Lo íntimo conserva un aura de exclusividad. En su libro La cámara lúcida, Roland Barthes habla de fotografía, y todo a partir de una que encuentra de su madre poco después que esta muere. En el texto se habla de esa imagen y de lo que sintió al verla, pero no la muestra. La principal fotografía en un libro sobre fotografía está ausente, ¡qué cosas! «No entenderían», parece decir el autor, y tiene razón. La intimidad de esa imagen la hace sagrada, es una ofrenda a lo divino, un homenaje que resulta nada ante la mirada de los demás. Develar es quitar lo mistérico, por ello las fotos publicadas en las redes son tan profanas, pornográficas, ya que solo desean mostrar. «La hora de la comida es sagrada», es una frase que va perdiendo fuerza. Históricamente la mesa de la casa es la trasfiguración del altar mayor de un templo, luego entonces la hora de la comida es un ritual velado que refuerza los lazos. Comer es un acto sagrado y por lo tanto íntimo, una ceremonia con los más cercanos. Al hacerse pública, «la hora de la comida» evapora su aire sacro.
La petición de María Félix no podía ser más clara. Los íntimos motivos lo son tanto que resultan una alianza entre el hombre y lo divino. «Es algo mío y solo mío», se dice para referirse a un evento que desea conservarse con ese aire de exclusividad. El sexo de un hijo —por ejemplo—, una revelación que enviará el deseo de los padres a la izquierda o a la derecha, resulta ahora un tema comunitario, una noticia que debe no solo publicarse, sino convertirse en espectáculo para divertimento de los demás, en una función circense muy, muy lejos de aquello que por íntimo es considerado sagrado.
Por: Alejandro Ahumada