El disimulo funciona generalmente en una sola dirección: fingimos algo para confundir al otro. Disimular es representar lo que no es, por ello un uso antiguo de la palabra la utilizaba como sinónimo de «espectro», «fantasma» o «sombra», es decir, de algo que está y a la vez no.
Los tiempos avanzan y el disimulo se ha convertido para muchos en un juego de dos: «Yo hago como que te engaño y tú haces como que me crees», son las reglas, todo en aras de evitar la tan temida política de la cancelación y el no menos pavoroso funeo. «Funar», los chilenos popularizaron esa palabra traída de uno de sus pueblos originarios, los mapuches: funa, que significa ‘podrido’. Hoy, funar, es delatar lo que se considera descompuesto o putrefacto, lo que está corrompido y es purulento. Solo que desde la biología es fácilmente distinguible lo infecto, pero, cuando se trata de la moral, lo que está podrido para algunos aún está sano y fresco para otros.
Y por ello hoy cualquiera cree que puede funar a alguien y obtener como ganancia de eso la cancelación del interfecto. Y por ello hoy cualquiera se cuida de ser funado y avanza con disimulo mientras el que está enfrente finge creerle. Y por ello el disimulo se ha convertido para muchos en un juego de dos: «Yo hago como que te engaño y tú haces como que me crees», son las reglas. Para evitar ser funado todo se hace con tiento, cuidando cada paso, avanzando con un discurso que pretende decir, pero que al final se queda muy atrás. «Con todo respeto», es la frase que se esgrime antes o después de una seudo crítica para evitar el enojo del otro, algo más parecido al popular «Bendiciones» al final de una crítica escrita en las redes sociales queriendo aparentar un estoicismo y buenos deseos a quien traspasó nuestra paciencia. Pero el disimulo como un juego de ida y vuelta no siempre funciona.
Hace algunos años, la artista conceptual Katy Dawkins intervino los espacios públicos de Inglaterra colocando frases grafiteadas en diversas paredes. Tomó la popular frase «Fuck you» pintada con spray en un muro y la mandó a imprimir en una placa que colocó en otra pared de la ciudad. Dawkins intentaba mostrar cómo la naturaleza transgresora del grafiti se colapsa cuando se intenta regular. Un «Fuck you» dispuesto elegantemente en la pared era menos insultante que la misma palabra rayada de manera espontánea bajo el amparo del anonimato. El acto delincuencial perdía sentido al ser aceptado, claro, la ley instaura el deseo. Algo así ocurre con las paredes que son autorizadas por la autoridad de algunos países para ser grafiteadas: al ser espacios públicos reglamentados los jóvenes voltean a ver a los no autorizados para hacer valer la esencia infractora del grafiti. Este intento de disimulo gubernamental —que espera sea un juego de dos— no es aceptado por todos. Tal como en las marchas feministas del 8 de marzo, donde el gobierno de la Ciudad de México coloca una larga muralla perimetral en su Palacio. La idea es que funcione como una pared autorizada, como un espacio público listo para ultrajarse con las demandas de tantas mujeres, protegiendo así la verdadera pared, es decir, la muralla colocada ex profeso consiente ser pintarrajeada. El Gobierno disimula aceptado un dolor por el grafiti, dolor inexistente pues se pinta lo pintable, y presupone que las mujeres estarán satisfechas de transgredir. La falsa pared, la larga valla colocada para ser ultrajada, evita la intervención de la fuerza pública, su funeo y posterior cancelación social, pero el deseo de desobediencia civil debe ver su salida en otra dirección por lo que las pintas seguirán buscando espacios no autorizados.
Colocar vallas es disimular, aparentar una empatía con el Movimiento para evitar ser funeado, es decir, ser expuesto como algo —un sistema— rancio y pútrido, al menos en el tema que concierne a las marchas de marzo. Es más sencillo levantar murallas que establecer el diálogo, es más sencillo disimular pretendiendo que el otro haga lo mismo. El disimulo se ha convertido para muchos en un juego de dos, para muchos, afortunadamente no para todos.
Por: Alejandro Ahumada