Para quienes gustan de la lectura, más que un frío dato resulta afrodisiaco saber que las mujeres leen casi 88% más que los hombres, según datos del INEGI en su reciente encuesta. Y es que para gran parte de la población —tanto a ellos como a ellas— el componente cultural es indispensable al momento de elegir pareja. En un sondeo previo de 2019, con una muestra de 9 mil personas, el 65% de las mujeres y el 60% de los hombres expresó que «No mantendrían relaciones sexuales con alguien inculto». No se trataba que el requisito para el acto coital fuese haber leído los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust, y su delicioso, pero largo, largo, larguísimo flujo de conciencia, no, según los encuestados era suficiente la distinción básica entre «haber» y «a ver». Y aunque una cosa es ser culto y otra es tener buena ortografía, un tema está unido con el otro, al menos en una dirección, pues hay incultos con muy buena redacción, pero nadie que se diga ilustrado debería de cometer repetidas pifias gramaticales. Por ello la buena mano al escribir es harto valorada, habla de la atención al detalle y el cuidado en los actos del cuerpo; bajo esta idea, el director de cine John Waters dijo su ya famosa frase: «Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo cojas». Un buen lector es un buen redactor y consecuentemente un buen amante, parece ser la lógica.
La erótica que rodea una carta de amor o un mensaje de texto romántico delata al escribidor meticuloso, no tanto por lo que diga sino por cómo lo diga, pues una buena redacción eleva los picos libidinales de aquel que sabe que en la lectura muchas veces forma es fondo. El placer por los textos sin errores ortográficos es —en ocasiones— suficiente para aceptar un flirteo; «No me gusta, pero escribe bien», es el consuelo que los amantes de las letras bien comprenden, a la inversa del meme que reza «No eres tú, es tu ortografía». Sí, una redacción inicia un romance o termina el idilio. El amor entra por el estómago, aseguran los culinarios, pero los grafofílicos dirán que se entremete por los ojos, no gracias a la vestimenta del autor o sus facciones, sino en sus trazos; los sabedores de las pautas ortográficas encontrarán deleite en un párrafo sangrado, en las puntualmente utilizadas letras de caja alta y caja baja, en los acentos colocados con diligencia, en la utilización virtuosa de la coma y no digamos en el uso de su primo hermano, el desatendido y marginado punto y coma; estos amantes de la redacción insistirán en que para que la pregunta pregunte el signo de interrogación debe abrir, no solo cerrar, como acostumbra la tradición anglosajona que tanta fuerza ha tomado en los últimos años.
Es febrero y seguramente muchos mensajes románticos con erratas circularán, ¿eso significa que quienes tropiezan con las reglas gramaticales deberían abstenerse de escribir apasionadas epístolas?, ¡en absoluto! Aunque el placer por el buen uso de la sintaxis, las conjunciones y los tiempos verbales se agradece, es regla humanística no hacer escarnio de los equívocos del otro, aunque en esos equívocos vaya una baja del deseo sexual propio. Se puede estar tranquilo. Pero hay quienes —carentes de consideración— no comprenden la diferencia entre el gozo por las buenas redacciones y la pedantería gramatical, son esos que más que reconocedores de una limpia escritura actúan cual maniáticos de la ortografía, jactándose de su síndrome no oficial, uno posmoderno que nació casi a la par de los dispositivos móviles: la retterofobia, el miedo a enviar —y asco de recibir— mensajes mal escritos. Retterofobia, una manera pomposa de llamar a los pretenciosos del lenguaje, sujetos asumidos como ortopedistas de las letras, ortografistas autonombrados cuya función, suponen, es evidenciar los errores gráficos de propios y extraños.
Ahora, si en cuestión escritural somos un caso perdido y no distinguimos entre «haber» y «a ver», «ósea» y «o sea», «tubo» y «tuvo», o gustamos de colocar una simpática y escurridiza «s» al final de los verbos, como en «comistes» o «leistes», recordemos que para los rotos están afortunadamente los descosidos, y siempre cabe la posibilidad que nuestro ser amado encuentre excitante las faltas ortográficas en los mensajes románticos, esto es, que con un texto plagado de errores alcance la cúspide sexual, anortografofílicos, les llaman. Solo es cosa de suerte.
Por: Alejandro Ahumada