La cultura popular le atribuye la frase a Napoleón Bonaparte. «Vísteme despacio, que llevo prisa», locución dicha mientas lo ataviaban para una batalla. Hacer las cosas lento justo porque tenemos poco tiempo parece algo que contradice el sentido común, pero con los años esto va tomando sentido. «Festina lente», decían en la Roma antigua, algo así como ‘apresúrate despacio’, transformado en el «Piano, piano» italiano y en el «Pian pianito» de los abuelos. Todos juegan con la misma idea: para terminar rápido —y consecuentemente bien— lo mejor es ir lento.
Pero hoy lo rápido es la manera más común de conducirse. Lo lento se mira como fricción y desgaste, como pérdida, desperdicio, como desorientación y extravío. La comida rápida terminó con la sobremesa, reduciendo así el sacro ritual de comer a un mero acto nutricio. Los animales no hacen sobremesa, tan solo pastan. El sexo rápido, bueno para la catarsis, prescinde de los escarceos y la seducción, elimina la estructura simbólica que sostiene lo humano y se concentra en la genitalidad. De la entrega corporal a otro y todo lo que conlleva —compromiso, empatía, vulnerabilidad— pasamos a la cópula. Los relatos se prefieren cortos, muy, muy cortos, micro relatos les llaman, ingeniosos juegos del lenguaje que reducen al extremo el arco narrativo. Muy de la época.
La eliminación de la espera es la base de las virtualidad. En Facebook, Wikipedia, Mercado Libre —y tantas más— todo es inmediato, y esa inmediatez resulta adictiva. No podemos lidiar con la espera, con lo lento, no sabemos qué decir entre una compra y otra, entre un like y otro, así que nos sumergimos en el internet y esperamos que él hable por nosotros. Los ciberproblemas de adicción son un problema de dicción (sic), esto es, un problema del no poder poner en palabras algo. Al no saber verbalizar nos hundimos en el consuelo que dan las redes, hora tras hora, día tras día, año tras año.
Octavio Paz veía la prisa como una fatalidad. «[…] tengo prisa. Aunque no me mueva de mi silla, ni me levante de la cama. Aunque dé vueltas y vueltas en mi jaula», escribió en 1949. La prisa como un mal moderno apenas y se entiende, se la ve como una cualidad, el camino para el multitasking, «Entre más hago, más soy», nos repetimos, y así se responde la eterna pregunta existencial «¿Quién soy?», pues soy en función de mis actividades. Hoy, encontrar el sentido de la vida en una sola actividad es un sinsentido que hasta resulta cómico. Los Polivoces —famosos en la década de los setenta del siglo pasado— tenían dos personajes que ilustran esto: Acelerino y su padre Pasiflorino, uno nervioso e hiperquinético y el otro parsimonioso y calmo. La filosofía estaba de lado del mayor que minimizaba todo con un «¿Cuál es la prisa?», frase budista que renuncia al apego. Don Pasiflorino y su hijo exponen el juego dialéctico de lo lento contra lo dinámico y lo llevan a la comedia con buenos resultados, aunque con mofa hacia lo apacible y reposado. Lo veloz sale triunfante. Es una pena, pues lo lento nos acerca a nosotros, con todo los riesgos que esto tiene. Nietzsche lo expuso mucho mejor: «La prisa es universal porque todos huyen de sí mismos». Mucho hay de cierto.
Por: Alejandro Ahumada