Murió el escritor Paul Auster, y se han derramado muchas lágrimas —la mayoría de utilería, por supuesto—. «Adios, hermano», se leía por ahí en una red social. Un minuto después, posteado en el muro del mismo usuario una selfie invitando al jolgorio demostraba que el dolor —ese contemporáneo, de postureo, virtual e insustancial— se había disipado. Murió el escritor Paul Auster, y es una gran pena. Que sus deudos le lloren al hombre y que los filisteos lo hagan por likes, nosotros extrañaremos su literatura.
Contrario al sentir popular —incluso dentro del mundo literario—, un buen escritor no lo es por todo lo que sabe sino por lo que no sabe. Es lo que ignora lo que lo encumbra al pódium. Los falsos sapientes, aquellos que responden con un «Ya sé» entes de escuchar el comentario, escriben desde el conocimiento, no desde la ignorancia, cuando es precisamente desde el lugar de la falta que uno llega a la escritura. Así lo hacía Paul Auster, escribía desde el vacío. La imagen de un padre indiferente y ausente está en su obra, imagen que oculta a Auster y muestra a Paul, al infante desamparado que busca en cada renglón un sentido a la vida, a su vida, intentando responder las grandes preguntas, sus grandes preguntas. No existe más neurosis que la neurosis infantil, dicen. Lo que de pequeños nos marcó, nos marcará siempre. Quizá por ello Paul Auster se fue como los grandes, dejando un mensaje velado: decidió retirarse un 30 de abril.
Los fantasmas siempre regresan. En la cinta Volver al futuro, la obra más edípica de Steven Spielberg, el joven protagonista Marty McFly viaja al pasado conociendo de manera fortuita a sus progenitores. Con su madre se besa y con el padre tiene enfrentamientos. Una Yocasta y un Layo cualquiera. Sófocles lo vuelve a hacer. La imagen del padre —borrosa y transparente— marca gran parte de la literatura de Paul Auster, exhibe una hostilidad que paradójicamente lo empuja a reencontrarse con él, produciendo una hermosa tensión que hace fluir y le da sentido a su narrativa. El arquetipo del padre es autoridad, es un sextante que marca la dirección del navío, ¡y por ello Juan Rulfo era un vil mentiroso!, debemos decirlo. Empieza su pequeña gran novela escribiendo «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». Pero el padre nunca es «un tal». Ese desinterés torpemente disimulado —con intención, por supuesto— es la sombra que persigue a Juan Preciado, el protagonista, página tras página. El padre de Rulfo lo «abandonó» cuando este tenía seis años, fue muerto a balazos. Una muerte no buscada, pero ante los ojos de un niño el sufrimiento es el mismo y las razones están de más. Años después, el jalisciense intenta cobrarle al padre su desatención disminuyéndolo desde el comienzo de la obra: el Padre es degradado a «un tal». Una castración a la inversa, una castración imposible. El padre siempre está ahí, así sea como comentario que en realidad pretenda velar una verdad. La hija del diseñador Calvin Klein ha dicho: «Lo peor de tener un papá famoso es que cada vez que me voy a la cama con mi novio veo el nombre de mi padre en los calzones»; la mirada paterna justo al lado del falo penetrador de su pareja, una imagen inadmisible, por ello al no poderse tolerar terminó siendo chiste; el padre como un gran Otro que regula su actividad sexual. ¡Dios Padre! Sería conveniente cambiar de marca, porque de progenitor no se puede.
Auster sutura —sin éxito como ocurre siempre— su herida en cada línea. Siendo ya un adulto, la presencia de su progenitor lo ponía nervioso, «Daba la impresión de que siempre estaba a punto de marcharse», escribe en La invención de la soledad, la novela que vio su génesis poco después de la muerte repentina de su padre, el mismo que aparece en la portada en un revelador montaje fotográfico que lo muestra repetido cinco veces, mirándose él mismo, a nadie más. Un hombre multiplicado y, aún, así restado, un hombre que le motivó a poner por título a una de sus obras Creí que mi padre era Dios, nada más y nada menos.
«En el nombre del padre, del hijo…», se ora en cada oportunidad. Los fantasmas siempre regresan. Murió el escritor Paul Auster, y es una gran pena.
Por: Alejandro Ahumada