Con los años llegan las arrugas. La piel se craquela indicando de forma incuestionable la tan trillada frase que los años pasan. Mentira, siempre se quedan. Pero los pliegues y repliegues del cuerpo señalan algo que está por encima de lo fenoménico y tiene que ver con la esencia, y es que envejecer —arrugarse— no es nada más el decaimiento corporal. La filósofa Simone de Beauvoir dijo que las arrugas «son ese algo indescriptible que procede del alma», en términos coloquiales se diría que más sabe el diablo por viejo que por diablo: la sapiencia del demonio no le viene de su linaje divino, sino de los eones que han transcurrido desde su caída, tiempo suficiente para arrugar su cuero y ensanchar su espíritu. Siguiendo a Beauvior, los románticos afirmarán que el corazón no envejece, que es el cuero el que se arruga, aunque cualquier infartado podría cuestionar esto.
Por ello esta no es una idealización de la vejez, pues la estupidez no distingue edades, ya que hay ancianos palurdos —«a la vejez viruelas»— y jóvenes avispados. Sin embargo, ha de reconocerse que con las arrugas llega un perspectiva diferente de la vida, una peculiar postura ante el inminente final del recorrido, una erudición privativa. Se ha dicho ya, la palabra «pendejo» alude de origen al cuerpo sin pelos —como el imberbe, sin barba—, a los jóvenes, pues, luego pasa a significar a cualquiera con un actuar torpe y errático, muy contrario al senador romano, ese hombre canoso y arrugado que toma sabias decisiones para el pueblo. Puntos equidistantes. Antónimos. Pendejos y senadores, palabras opuestas que la política contemporánea acerca peligrosamente. Pero nos estamos desviando.
El cuerpo arrugado se construye como uno decrépito y caduco, un envoltorio decadente con adjetivos que llegan de manera casi natural: maloliente, anticuado, achacoso y obsoleto. El cuerpo arrugado es lo contrario al concepto moderno de belleza y salud. Para restituirlo y hacerlo socialmente aceptable están las cremas y los filtros digitales. En la cinta La abuela (Paco Plaza, 2022), una joven debe abandonar sus sueños de modelo parisina y regresar a cuidar a su abuela en Madrid. La intencionalidad del director de la película es mostrar la decadencia corporal. Los primeros planos al cuerpo vejete funcionan, los acercamientos a la piel y el juego de sombras para acentuar los surcos, también. En la historia son tres protagonistas: la nieta, la abuela y la vejez. Los brazos flácidos, las nalgas caídas y la piel enjuta regresan una y otra vez para mostrar eso que parece no queremos ver. Lo anterior llevado al extremo —lo arrugado en su dimensión abyecta— se expone en la película alemana Los ancianos (Fetscher 2022), donde hordas de viejos aterrorizan una comunidad al perseguir a sus pobladores para asesinarlos. La demencia senil se transforma en descarada locura. El maquillaje sale sobrando, al igual que los zombis en las películas de Romero son los cabellos despeinados, los cuerpos escuálidos, las muchas arrugas y el caminar lento los que les confieren un aire siniestro. La vejez como eso insoportable. Las arrugas como memento mori. La cinta parece ser una metáfora de que por mucho que corramos, la vejez —y su cualidad arrugada— nos alcanzará.
Reconciliar la sabiduría del alma con las arrugas se mira difícil, sobre todo en un mercado que requiere un buen envase para juzgar el contenido. Nos mostramos físicamente hermosos tratando de vender que esa belleza es un reflejo del alma. Similar a un Dorian Gray moderno, la piel virtual rejuvenece gracias a los filtros, mientras las arrugas y la decadencia anidan en el espíritu, pero, al igual que el personaje de Oscar Wilde, estas regresan tarde que temprano a lo real del cuerpo, solo basta con mirarnos al espejo.
Por: Alejandro Ahumada