¿Como sociedad nos hemos vuelto más religiosos? No, solo nos gusta aparentar que sí. Aderezar cualquier comentario con frases devotas parece ser una tendencia. Se cita al altísimo, a la Virgen María, a Jesucristo, al espíritu santo, al manto divino, a la corona de espinas, a la sangre manada, a los clavos utilizados en la crucifixión y a la cruz misma; incluso muchos acuden a un neomisticismo apelando a conceptos cósmicos como energía, universo, planos dimensionales, vibraciones, vueltas solares y luz. Ya no se puede escuchar o leer una crítica a un tercero sin que el autor la cierre con un «…que Dios lo bendiga», queriendo simular que a pesar de la ponzoña vertida su espiritualidad está por encima de aquel a quien dirige el vituperio. Esta fe sobrevociferada puede ser vista como una manera de decirle al otro lo fuerte que somos y, que estamos —en palabras de Nietzsche—, más allá del bien y del mal. Nada nos hace daño, nada nos duele, somos felices. La locura total.
La prostitución del concepto sacro de la fe es una de las caras que ha tomado nuestro miedo a exponer la obviedad que existen personas y situaciones que nos causan dolor. La fe mal vista es asumida como un blindaje, una cobertura que nos lamina contra la vida misma. No desperdigamos bendiciones porque seamos más creyentes, lo hacemos para demostrar una fortaleza que en apariencia nos exime de eso que justamente nos hace humanos: la vulnerabilidad, es decir, la cualidad de aquello que puede ser herido. Entendiendo que solo lo inhumano es invulnerable, es fácil darse cuenta que nos protegemos tras muros de papel revestidos de nada.
Pero sí, la fe real es maravillosa y mueve montañas, lo dijo ya el profeta Mateo y lo reafirmaron desde variados lugares muchos más. «No lo puedo creer», afirma escéptico Luke Skywalker a su maestro Yoda, «Y por eso es que fallas», le responde este en el Episodio V de Star Wars, reprochándole su falta de confianza a lo no tangible. De igual forma, el incrédulo Shifu —en Kung Fu Panda— se opone a entrenar un oso desaseado y panzón, pero la sabia tortuga Ooway insiste diciendo «[…] solo necesitas creer». La fe soporta lo dicho por Mateo, el entrenamiento del joven Skywalker y el del obeso panda, y también sostiene los maravillosos escritos de Hermann Hesse y los de Erri de Luca, la majestuosa pintura de Caravaggio y el inmaculado mármol de Miguel Ángel. La fe es eso que amalgama las creencias y nos insta a levantarnos cada día pensando que mañana todo estará un poco mejor. ¿Cómo ir por la vida sin fe? ¡Imposible! Debe ser terrible el vacío de pensar que ya nunca nos enamoraremos como en aquella ocasión hace años, qué al día siguiente no amaneceremos sin ese dolor de espalda, que las deudas no se saldarán, que el clima caluroso no terminará o que las lluvias no menguarán. «Después de todo, mañana será otro día», proclama el adagio cargado de fe. No se trata de creer por creer, esa es la psicosis, dicen, la fe es mirar alrededor y descubrir los elementos que reafirmen nuestras convicciones. Encontramos fe en los actos nobles, en los niños, en el arte, en los amaneceres, Van Gogh la hallaba en las noches estrelladas, Bukowski en el alcohol y Kubrick en el cine, pero ciertamente no está en el postureo, en las selfies, en la hiperexposición de nuestro día a día y en las frases piadosas creadas en serie que no apuntan al otro, sino a uno mismo, queriendo ocultar al terror de mostrarnos cual rotos o cuarteados estamos. La frase «La fe me protege» ha perdido para muchos el sentido original, ella habla que es precisamente la fe la que nos aleja de las tentaciones del Maligno, sea esto lo que sea. Sin embargo, hoy esa protección es la necedad de vendernos como seres sin fisuras, sin traumas y sin dolor.
No hay crecimiento sin angustia, ¡qué triste la existencia de aquellos que, amparados en la fe, se ufanan de no arrepentirse de nada en la vida, de no retroceder ni para tomar impulso o que sus certezas son las mismas de cuando tenían quince años!, pues son los miedos, el sufrimiento y las roturas lo que nos empuja a ser mejores. Una vida con fe simulada es una vida que no se atreve a mirar dentro de sí, que no se enfrenta a su propio dolor y no encara sus fantasmas más íntimos. Quienes viven con fe simulada deben soportar sobre su alma el brutal peso del vacío existencial. Que Dios los bendiga.
POR: Alejandro Ahumada