En los excesos de estos tiempos surge el movimiento woke, postura que aborda un amplio espectro en materia de justicia social con el inconveniente de polarizar a la sociedad en «unos» y «otros»: gays y heterosexuales, gordos y flacos, machistas opresores y mujeres oprimidas, negros y blancos, animales y humanos. Concentrémonos en esto último.
Se ha dicho ya que lo que posibilita el encierro de los locos en los psiquiátricos y de los animales en los zoológicos es el mismo principio: la idea que ambos grupos carecen de razón. En el siglo XVIII, el médico francés Philippe Pinel liberó a los primeros de sus cadenas, mientras en el siglo XXI el movimiento animalista está intentando hacer lo propio con los segundos, liberarlos, ya no tanto de los zoológicos —cosa que sí ha pasado— sino del estigma de ser considerados seres inferiores, llegando al punto controversial de equiparar sus derechos a los del ser humano al concebirlos como personas no humanas, ¡todo un problema bioético!
Y como ocurre tantas veces, un tema que debe someterse a debate serio acaba entrando de manera fácil al discurso social, mezclando el movimiento woke con el pensamiento New Age, ese mismo que acoge a los coach de vida, a los consteladores familiares, a los vendedores de cristales de Isis, a los canalizadores de las energías del universo, a los estabilizadores de nuestra luz interna, a los canalizadores de nuestra energía y tantos otros vende humo que lucran con la humana incertidumbre de la existencia. Y resulta de este maridaje entre lo woke y lo New Age encontramos en varias ciudades espacios llamados Pet Friendly, lugares amigables con los animales, dicen. Nada más alejado de la realidad. La tendencia Pet Friendly es la pretensión de incorporar la naturaleza —lo animal— a la artificialidad —lo social—. Perros caminando «libres» por centros comerciales dice mucho, no tanto de nuestra postura afable hacia ellos sino del desconocimiento que tenemos hacia su misma esencia. Dejando de lado el postureo y las imágenes instagrameables que surgen de pasear una mascota por el pulimentado piso de un lugar público, se advierte también una moda de concebir a los perros como sustitutos de los hijos.
La tendencia de humanizar a los animales delata el miedo contemporáneo a relacionarnos con un igual. Aquel que trasciende las metáforas y ve en los libros a su mejor amigo o en los perros a su hijo, parece que no ha comprendido que el precepto irreductible del entregarse a un otro es la posibilidad de salir herido emocionalmente. Ser lastimado por un semejante no es la excepción, es una de las consecuencias que el trato cotidiano acarrea y que en algunos produce un miedo atroz. Pero ese miedo ha mutado en un narcicismo maquillado de autoestima que deriva en «Me amo», «Feliz cumpleaños a mí» o «Primero yo y después yo», frases preñadas no tanto de egoísmo como sí de temor a la entrega. Por ello los animales como sucedáneo de las personas, por ello verlos como depositarios de ese amor que cada vez cuesta más ofrecer a un igual. Amparados por el pensamiento woke, muchos utilizan —sin saberlo— a los animales como prótesis emocionales ante su discapacidad afectiva, esto es, no importa tanto el debate filosófico sobre la pertinencia de ampliar los derechos de un perro o un simio, por ejemplo, a una vida digna, sino que los miran como suplentes de aquello a lo que cada vez más se les dificulta acceder: a las personas mismas.
El movimiento Pet Friendly es lo contrario a la dignificación de los animales, es la respuesta fácil de un mercado de consumo a una demanda real en el terreno de la bioética y es el pretexto de muchos para no vincularse en relaciones reales, de esas entrañables, de esas que duelen, de las humanas.
Por: Alejandro Ahumada










