La muerte nos iguala a todos, pero el epitafio marca una diferencia. Se comenta que el amor y el dinero no pueden ocultarse, pero tampoco la pasión en su sentido más general, pasión por la vida, por las letras, por el arte, y algunos ven en el epitafio el último espacio para manifestarla.
El epitafio es —o debería ser —rúbrica de una vida, colofón que resume la existencia y que va, como su nombre indica, ‘sobre la tumba’. Todo en pocas palabras, una tarea comprometedora pues pretende crear una instantánea de quien descansa en el sepulcro, sin opción de enmendar o borrar. Nunca un escrito tendrá tanto peso como el último, que además va labrado en piedra, metáfora de lo eterno y —paradójicamente— imperecedero. El epitafio se asume congruente. Quienes se apasionaron por la vida es posible dejen algunas últimas e igualmente apasionadas palabras ahí, ya sean seguidores de las normas o amantes de lo insurrecto. En una tumba de Misantla, Veracruz, su moradora, conocida como doña Cata, ordenó que en su lápida dijera: «¡¡Aquí yace la señora Catarina Orduña Pérez, a quien en vida y en muerte siempre le pelaron la verga!!». Los dobles signos de admiración colocados en el texto original cimentan el mensaje. Por otro lado, muy en su línea, el histrión mexicano Héctor Bonilla ordenó que en su epitafio se escribiera: «Se acabó la función», uno que concentra su quehacer y deja caer el metafórico telón que marca el final.
Muchos famosos poseen tumbas con epitafios insulsos e incluso sin ellos, así que la imaginación popular los inventa. Del actor cómico Groucho Marx se ha dicho que en su tumba se lee «Perdonen que no me levante», frase que más bien expresa el deseo colectivo de ver en ese sepulcro letras cargadas del cinismo e ironía de su morador, en cambio solo está grabado su nombre junto a la fecha de su nacimiento y muerte. Un texto simple para un espíritu que no lo fue tato. Lo mismo el sepulcro de Marilyn Monroe, que sus admiradores se resisten a pensar que la placa de su tumba sea sobria y austera, sin epitafio, y entonces fantasean con un ingenioso «Mi viaje acaba aquí». Y así tantos que su pasión por la vida no se miró en su muerte, al menos no en su epitafio. El intelectual George Bataille escribió que el gusto por el erotismo —la pasión, digamos— se expresa tanto en la vida como en la muerte, tanta pasión tiene la primera como la segunda, y el epitafio parece darle la razón. Para algunos la muerte es tan erótica como lo fue su vida, así que su pasión la proyectan hasta el último momento, justo cuando la vida dejó de serlo. «Eso es todo amigos» (That’s All Folks), dice el epitafio de Mel Blanc, quien prestó su voz a Bugs Bunny; otros apresuran con humor el encuentro entre vivos y muertos, como el del cantante Jimi Hendrix en cuya tumba se lee: «Nos veremos en la próxima vida, nena. No tardes». Inspirado en este, en la serie animada Los Simpson el epitafio del payaso Krusty dice de manera clara, «Los veré prontito, pequeños». Una macabra frase disfrazada de amor.
Así, el epitafio es motivo de humor dada la particularidad que lo ahí escrito referencia a aquello con lo que se intenta ser recordado, una alusión de la pasión que en vida se tuvo. Un último deseo. Una última voluntad. Cuenta el chiste: en un viejo matrimonio cuya vida sexual fue miserable, él le dice a ella «Cuando mueras, en tu epitafio pondré ‘Aquí yace María, fría como siempre’», a lo que ella responde «Si mueres primero yo escribiré ‘Aquí yace Juan, tieso y duro como nunca’». La frialdad y dureza de la muerte se transforma en pretexto para señalar la frigidez de María e impotencia de Juan, un chiste que avala a Bataille: cuando se vive con humor, la muerte igualmente es motivo de risa. Tal como el epitafio de aquel hipocondriaco que tan solo decía: «¿No que no?».
POR: Alejandro Ahumada










