¡Noticia de portada! ¡Carne para los amantes de los cortes baratos!: «El presidente de Francia recibe un manotazo en el rostro por parte de su esposa». ¡Increíble! ¡Inaudito! Y de pronto los portales se atiborran del video delator, de acercamientos en primerísimo plano, de capturas de pantalla para analizar paso a paso el lenguaje corporal. «Estábamos jugando», dijo él; «No, es claro que es una pelea», reviran los medios; «¿Y si la bofetada la hubiese dado él y no ella?», argumentan los contrafeministas; «¿Por qué el que graba no hace nada?», rematan los que reciclan la comedia.
¿Qué pasó aquí?, no en la interacción entre Emmanuel Macron y Brigitte Mary-Claude, presidente de Francia y primera dama, respectivamente, sino en el público que hace noticia algo de lo más cotidiano: la interacción —con sus lógicos claroscuros— entre un matrimonio, porque al final del día no son más que eso, Emmanuel y Brigitte, Brigitte y Emmanuel, una pareja como tantas que existen en el mundo.
¿Por qué asumimos que una desavenencia matrimonial deba merecer tanta atención? Acostumbrados al postureo de las redes sociales donde la mayoría se oferta como hermosos, cultos y felices, nos olvidamos que la gran pregunta sobre el amor no es «¿Por qué se divorcia la gente?», más bien es «¿Por qué se casa?», esto es, si lo que sostiene el eros es lo enigmático ¿por qué acabar con eso mistérico a través de la convivencia constante? Parece ser que, a pesar de todos lo problemas que conlleva, la fe en los casorios no es otra cosa que nuestro deseo de encontrar en el otro la gran respuesta al absurdo de la vida. Que no se vea este escrito como un rechazo ni una defensa al matrimonio, es una crítica a la idealización que la sociedad hace de la vida conyugal, pues en no pocos casos termina siendo un «eros interruptus», como lo nombró Jacques Lacan, un debilitamiento del amor a través de la imposición del «Hasta que la muerte los separe», lapidaria frase por su carácter irrenunciable, obligatorio y contractual. El matrimonio es complicado. Mucho.
En El Banquete, de Platón, Aristófanes cuenta que en el principio de los tiempos éramos seres andróginos —mitad hombre, mitad mujer— y que fuimos cortados en dos, de ahí la eterna búsqueda de nuestra otra mitad. La herencia platónica de la media naranja nos hace creer que el error en el divorcio no está en el mismo acto del casarse sino en que no se eligió bien. «No era para mí», nos excusamos al final de la relación fallida; «Ya encontraré el verdadero amor», decimos, pensando que en algún punto está otra persona que —sin importar cómo seamos— insistirá en quedarse con nosotros. «Quién me quiera, me querrá como soy», es el consuelo después de cinco relaciones fallidas del romántico empedernido reacio a cambiar. «Romántico empedernido», eufemismo para referirnos al neurótico, por decir lo menos. «Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes», dicen.
¿Por qué nos negamos a que las peleas en el matrimonio sean parte indispensable del mismo? ¿Por qué habría de asombrarnos que Emmanuel y Brigitte discutan, así sea con un manotazo? ¿Por qué esa vergüenza a reconocer los naturales altibajos en las —complicadas, sí— relaciones de pareja? En las redes sociales, cuando él o ella felicita a su conyugue por años de matrimonio es natural que caigan en lugares comunes escribiendo «… a pesar que no ha sido fácil», ¿pero es que en verdad pensaron que lo sería? Nadie sostiene una relación de pareja por años sin sus momentos de indeterminación, de duda, de vacilación de arrepentimiento, confusión o incertidumbre. «¿Habré tomado la mejor decisión?», es una pregunta que asalta en alguna ocasión a las relaciones. Lo anormal es lo contrario. Solo un loco tendría la absoluta seguridad de dar un «Sí acepto» para toda la vida, un loco o un enamorado, ¿pero no es acaso lo mismo? Locura y enamoramiento están hermanados, con la salvedad que lo segundo es siempre temporal. Titubear es normal. Aquella mujer viralizada que dijo frente al altar «Perdónenme todos, no acecto» y luego salió corriendo simpáticamente de la iglesia, estaba más del lado de la cordura que de la locura amorosa. Debemos decirlo, Platón se equivocó, no hay una media naranja esperando a otra, solo hay seres en falta, hombres y mujeres anhelando encontrar «eso» que les permita continuar. El mundo está lleno de Emmanueles y de Brigittes que decidieron quedarse juntos y que se permitieron —a partir de ahí— cimentar una relación, una complicada y tortuosa, pero, en la mayoría de los casos, deseada.
Por: Alejandro Ahumada










