Entre pinturas, dibujos y grabados Rembrandt hizo más de cien autorretratos. Un gusto por su mismidad, un espíritu vanidoso que ni siquiera sus más fieles seguidores pueden negar. Desde el primer autorretrato conocido —siglo XV— el rostro personal se tornó protagónico. Hoy, en tiempos de la supremacía de la imagen, se instituye junto con el cuerpo en la pieza indiscutible de una época.
Poco a poco va cayendo sobre la sociedad una suave e imperceptible tela que oculta las esencias y pondera lo corporal como referente absoluto. El dualismo cartesiano se ha desequilibrado, la res extensa le gana a la res cogitans, el cuerpo triunfa sobre la psique, la carne se impone al espíritu. Es más importante parecer que ser. El auge de las selfies en los gimnasios —tan solo por citar— junto a los rostros y cuerpos exhibidos en situaciones cotidianas con un pie de foto banal parecen apoyar esta moción. Las redes sociales han cimentado eso que el arte empezó hace quinientos años: hacer del cuerpo/rostro propio el protagonista, haciendo común la supremacía de la apariencia por sobre la esencia.
La normalización de las selfies ha llegado al extremo de ver en las autofotografías un método terapéutico. Ya no es un acto narcisista, es una táctica de autoconocimiento, dicen aquellos psicólogos que se montan descaradamente en las modas para capitalizarlas. La obviedad de la superficialidad en el hecho de autofotografiarse es negada, la clara pérdida de la intimidad también. Dado lo atrayente que resulta la selfie, la invención de una cura a través de esta tiene sentido: la creación de una terapia con elementos tan divertidos es como idear una dieta a base de chocolates y refrescos. De ser un problema, ahora la selfie es la solución. Los psicólogos mercenarios encontraron un atractivo nicho: una población ansiosa por verse a sí misma, una que no quería renunciar a la autofotografía, muy al contrario, deseaba potencializarla. «Explora tus emociones a través de las selfies», se lee en una promoción de la llamada selfiterapia, misma que con descaro ofertar la mejora de la autoestima.
Amparados en el trillado concepto de «amor propio», los asiduos a las selfies desestiman la idea que su conducta es consecuencia de una existencia vacía que debe estar aprobada por terceros. «Lo hago por mí», repiten en ese autoengaño que cada vez comparten más personas. Las muchas selfies eliminan la sustancia del individuo, lo tornan transparente y banal, lo que obliga a presentar más autofotografías para convencerse de lo contrario. Un circulo infinito que busca la legitimación y nada más. La duda existencial queda respondida en la selfie. «Me retrato, luego existo», es el razonamiento de una época que ha sublimado su incertidumbre e inseguridad en —paradójicamente— la idea de una auto aceptación.
Por: Alejandro Ahumada