“Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales” (Saramago, Ensayo sobre la ceguera).
Este fragmento de la obra del célebre escritor portugués, premio Nobel de Literatura en 1998, traza el perfil de una sociedad cuya ruina puede brotar de sus entrañas, dando lugar a una especie de “entropía”, término tomado de la termodinámica para describir el grado de desorden y la pérdida de organización en un sistema.
En un sentido más concreto, al trasladar este concepto del laboratorio de física al complejo entramado de la convivencia humana, emerge el retrato de la \\\\\\\»sociedad entrópica\\\\\\\»: un cuerpo social que pierde su cohesión y que se degrada progresivamente debido a sus propias dinámicas destructivas.
Esta degradación no es un fenómeno espontáneo, sino el resultado de fuerzas que se activan cuando distintos agentes del espacio público —desde comunicadores y políticos hasta creadores digitales y usuarios anónimos de redes sociales— difunden discursos que, aun presentados como intentos de restaurar el orden y mejorar la vida colectiva, con frecuencia terminan generando tensión o división.
Tales personajes actúan como provocadores de la fragmentación. Su retórica, cargada de polarización, no sutura heridas, sino que las infecta, enfrentando a unos contra otros y sembrando la desconfianza como moneda de cambio político. El resultado es una sociedad extremadamente desarticulada, donde el diálogo ha sido sustituido por el grito y la deliberación por el dogma.
El paisaje digital abona con virulencia a este desorden. Las redes sociales, concebidas en teoría como herramientas de conexión, se han transformado en cámaras de juicio sumario. La inmediatez del clic permite que legiones de usuarios se erijan en jueces sin fundamentos sólidos ni investigación rigurosa. Esta marea de superficialidad y rumores acelera la erosión de la confianza y rebaja el discurso público hasta niveles primarios.
El meollo del asunto —la génesis de la entropía social— reside en que todos estos actores son parte constitutiva de la sociedad misma. No son agentes externos, sino células que mutan y atacan al organismo desde dentro. Su comportamiento irresponsable y divisorio carcome las bases de la convivencia, destruye el capital social y erosiona la confianza mutua, indispensables para cualquier proyecto colectivo.
La consecuencia más desoladora de este estado entrópico es la parálisis y la incapacidad de reconocer el bien común. En un ambiente donde la sospecha se vuelve norma, incluso las acciones de gobierno y las iniciativas públicas bienintencionadas o beneficiosas son recibidas con escepticismo, o peor aún, utilizadas como munición para la confrontación. Quienes deberían ver una fortaleza en una buena acción la convierten en una amenaza con sus comentarios; alimentan un ciclo interminable de negatividad que impide cualquier avance.
En definitiva, la sociedad entrópica es aquella que, habiendo perdido su capacidad de cohesión, se encamina hacia el caos. Es un sistema donde la energía se disipa en conflictos estériles. La única esperanza reside en un giro de conciencia colectiva, en un esfuerzo deliberado por revertir la tendencia, reconociendo que la unidad y el respeto al otro son las únicas fuerzas capaces de restaurar el orden y la vitalidad del tejido social.
Por: Mario Cerino Madrigal





