El rey Salomón, extasiado por su joven esposa, recitaba poemas sobre la fragancia de su piel, misma que comparaba con las aromáticas especias del Líbano. Se dice que el griego Demócrito ideo su teoría de la materia indivisible al llegar a su nariz el aroma de un pan que recién salía del horno. «¿Qué minúsculas piezas se desprenden de esa hogaza que permite advertirlo a la distancia?», pensó. Pedacitos de pan que volaban por el aire, esencia de ese alimento que llamó «átomo» y que supuso era una cualidad compartida en todo lo que existía. Por otro lado, bastó el modesto olor de una magdalena para que el Proust se lanzara a escribir cientos de páginas en Por el camino de Swann, uno de los siete textos que conforman En busca del tiempo perdido. Un siglo después, una canción fue harto conocida por el manejo singular del lenguaje y pegajosa tonadilla, empezaba: «Son tus perjúmenes, mujer, los que me sulibeyan». No nos detendremos en el cuestionado plural de «perfume» ni en la mistérica palabra «sulibeyan», pero sí en el sentido de la frase que podría reinterpretarse como «Son tus aromas, mujer, los que me elevan». Sea el impetuoso soberano de Israel, el filósofo Demócrito, el escritor francés o aquel grupo nicaragüense que popularizó la mencionada melodía, el tema es el mismo: el aroma como detonante de la creatividad y el deseo. Dejemos de lado la creatividad y centrémonos en el deseo.
El aroma evoca. Por ello Napoleón le pedía a Josefina no lavarse las zonas pudendas, su fragancia almizclada era lo que sostenía su recuerdo durante las batallas. El aroma delata. «Hueles a sexo», se le dice en confianza a alguien que, presumiblemente, entre su ropa y piel trae amontonados pedacitos de esa persona con quien tuvo un encuentro. Átomos acusadores. Partes indivisibles del ser. Alma materializada. El aroma de quien amamos nos regresa a ese espacio mítico ubicado en el seno materno, ese lugar infinito que era solo nuestro y al que nada le faltaba… hasta que nos destierran de él. Todo el camino por seguir solo será el vano intento de reencontrarnos con el dulzón sabor de la leche primordial, con ese amor incondicional extraviado y repartido en fragmentos entre tantas personas —amores— futuros.
Los perjúmenes —esos olores que le pertenecen solo al portador y marcan la diferencia con los demás— sean masculinos o femeninos, sulibeyan, levantan el espíritu de Eros y el de Tánatos, el de la vida y la muerte. Esto la sabe aquel que ama o desea con pasión. El aroma del ser amado posee la facultad de llevar al paraíso o el mismo infierno. Paraíso si se es correspondido; infierno si ya no podemos reclamar ese aroma como de nuestra propiedad. Ante esto, el despreciado deberá conformarse con un suéter o cualquier prenda obsequiada que aún contenga rastros del poseedor original, como aquel niño que no se separa de la frazada que mantiene el olor de su madre y que le sirve de prótesis para aceptar lo inevitable: la renuncia, tarde que temprano, del objeto primario de deseo.
Los perfumes son artificiales, los perjúmenes no. Los primeros huelen a Calvin Klein y Carolina Herrera. Los segundos son el destilado natural del cuerpo, olor a especias libanesas, a pan griego y a magdalena proustiana, aroma al que quiso llegar Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume. El cínico de Horacio, personaje central de la novela Rayuela, de Julio Cortázar, lo entendió muy bien al justificar se infidelidad, «¿Por que te acostaste [con ella]?«, pregunta La Maga, su pareja engañada, «Me pareció que olía al Cantar de los Cantares, a cinamomo, a mirra y esas cosas», respondió él en perfecta distinción entre «perfume» y «perjume». Y con esto no se puede competir.
POR: Alejandro Ahumada










