Recuerdo que hace menos de un lustro, el Gobierno de México compartió en redes sociales un video en el que se mostraban caminos rurales construidos por mujeres mixtecas en Oaxaca. La publicación celebraba la autonomía comunitaria, el empleo digno y el impacto positivo en la movilidad local. Sin embargo, además de las expresiones de reconocimiento, también se multiplicaron los comentarios mordaces y los emoticones de risa: “¿Y la NASA qué opina?”, escribía un usuario. “Camino a la Edad de Piedra”, decía otro. Ese gesto aparentemente frívolo —apenas un clic sobre una cara sonriente— es en realidad un síntoma del clima social que respiramos: uno en el que incluso las buenas noticias despiertan sarcasmo y la burla se ha vuelto un reflejo automático.
En un mundo hiperconectado, donde cada gesto digital comunica una postura, los emoticones se han convertido en una suerte de lenguaje paralelo. Entre ellos, el de la risa ha sido cooptado para fines que nada tienen que ver con el humor genuino. Cuando instituciones gubernamentales, organizaciones civiles o colectivos sociales difunden acciones positivas —como la inauguración de una escuela, una campaña de salud o una jornada de limpieza comunitaria—, no son pocos los usuarios que reaccionan con carcajadas digitales. Lejos de la comedia, esa risa es ironía, burla, desprecio. En esta actitud se manifiesta una forma moderna de violencia, no aquella que hiere con armas, sino la que socava mediante el escarnio.
Byung-Chul Han, en “La sociedad del cansancio”, nos ayuda a entender este fenómeno. Según el filósofo surcoreano, hemos pasado de una sociedad disciplinaria —donde el poder reprimía— a una sociedad de rendimiento, donde los individuos se autoexplotan bajo la ilusión de libertad. En ese contexto, la positividad omnipresente se transforma en negatividad oculta: cuando todo debe parecer feliz, productivo y admirable, entonces la risa se convierte en un medio para destruir sin enfrentar o para despreciar sin responsabilizarse. Es una risa que, más que celebrar, hiere.
La lógica del “me divierte” como acto de sabotaje simbólico habla de una incapacidad creciente para convivir con lo público, para reconocer el esfuerzo ajeno, para distinguir entre crítica legítima y resentimiento visceral. Nos quejamos de la violencia estructural y de la polarización, pero no advertimos que, en estos gestos digitales minúsculos, estamos alimentando el mismo clima de hostilidad que después decimos lamentar.
Lo más inquietante de estos gestos digitales no es su frecuencia, sino su normalización, como si reírse de todo fuera hoy una muestra de agudeza, de superioridad o de rebeldía. Pero no toda risa es inocente, ni todo humor merece elogio. En su tratado sobre la ética, Aristóteles distingue entre la virtud del buen humor (eutrapelia) y el vicio de la burla grosera (bomolochía), propia de quien se mofa indiscriminadamente, haciendo del ridículo una práctica habitual. El filósofo advierte que hay quienes se ríen de todo y convierten la burla en rutina: a estos los llama bufones vulgares. No hay virtud en provocar la risa a costa de lo digno o lo noble (Ética a Nicómaco, Libro IV, 8, 1128 a–b).
La risa sin discernimiento, como observa Aristóteles, no representa una forma de libertad; al contrario, revela la degradación del juicio ético. Cuando lo valioso se convierte en objeto de burla, no estamos ante un humor sano, sino frente al síntoma de una sociedad que ha perdido la capacidad de distinguir entre lo trivial y lo trascendente.
La acción del bien necesita aire limpio para respirarse. No se trata de exigir aplausos ni obediencia; se trata de cuidar el tono emocional de la convivencia. De construir, aunque sea con gestos mínimos, un entorno donde el respeto vuelva a ser un valor, no una excepción.
Cuidar el lenguaje digital —incluido el uso de emoticones— no es un acto de moralismo ni de censura; es, en cambio, una expresión de responsabilidad ética, porque si la risa puede convertirse en un arma, también puede ser un puente. Y si hoy la utilizamos para deslegitimar, quizá mañana ya no tengamos palabras para reencontrarnos.
CANDILEJA
El Congreso del Estado de Puebla aprobó reformas al Código Penal para tipificar el llamado “ciberasedio”, con el objetivo de castigar conductas como insultos, injurias, ofensas, agravios y vejaciones en redes sociales. Organizaciones civiles y colectivos de periodistas advirtieron que estas disposiciones podrían utilizarse como herramientas de censura contra voces críticas.
No es libertad lo que insulta sin medida, ni justicia lo que legisla sin diálogo. La única forma de evitar eso que, torpemente, llaman censura, es cultivar el respeto como principio.
POR: Mario Cerino Madrigal










