¿Cuántas veces has escuchado a alguien decir con orgullo: “¡Mi algoritmo me muestra EXACTAMENTE lo que quiero ver!”? En estos tiempos digitales es un distintivo que se lleva con honor. Nos jactamos de haber “domado” a la bestia, de haberla moldeado a nuestra imagen y semejanza. Pero, ¿y si esa supuesta victoria es, en realidad, una de las derrotas más discretas y peligrosas de nuestra era?
Spoiler alert: Lo es.
La idea de que las redes sociales son sólo para “divertirse” es la coartada perfecta, una venda en los ojos que nos ponemos voluntariamente mientras pasamos horas y horas deslizando nuestro dedo por la pantalla. Durante estos momentos en los que creemos que nos relajamos o distraemos, en realidad se está moldeando nuestra percepción, nuestro pensamiento y, si, incluso nuestra capacidad de ser personas críticas.
La ilusión del control y la gran siesta intelectual.
Pensemos en el algoritmo como un camarero personal extremadamente eficiente (y un poco malvado). Con cada “me gusta”, cada video visto, cada interacción por mínima que sea le decimos: amo el pastel de chocolate. Y el camarero, eficientemente, sólo nos va a traer pastel de chocolate, aun sin necesidad de darle la orden. Al principio, ¡qué maravilla! Pero pronto, empezamos a olvidar que existen otros sabores, otras comidas más nutritivas. Nuestro paladar se atrofia y nuestra nutrición se vuelve deficiente.
No descubro el hilo negro, en 2008 Nicholas Carr anticipó todo esto en un controversial artículo, “¿Google nos está volviendo estúpidos?”, donde nos habla de cómo la superficialidad de internet estaba configurando nuestros cerebros, haciéndolos menos capaces de la concentración profunda y la lectura lineal. Hace tan solo un año un profesor de literatura de la Universidad de Columbia hizo un llamado de atención debido a qué, en los últimos años, sus clases están llenas de jóvenes a quienes se les imposibilita terminar un libro debido a la falta de concentración. Todo esto cortesía de las redes sociales, la búsqueda en línea y el nuevo estilo de lectura promovido por el internet. El algoritmo no hizo más que ponerle turbo a esta tendencia, especializándose en alimentar esa necesidad (y comodidad) de lo fácil, inmediato y lo familiar.
La cárcel de cristal: donde la diversidad de ideas no pagan
No me mal interpretes. La principal preocupación no es que el algoritmo nos muestre lo que nos gusta, sino que nos esconde deliberadamente lo que no encaja en nuestro patrón. Esto crea una uniformización de ideas desmedida. Como bien señala Shosha Zuboff con su concepto de Capitalismo de la Vigilancia, el objetivo de las plataformas no es sólo predecir nuestro comportamiento, sino modificarlo. Y una forma muy efectiva de hacerlo es eliminando cualquier ficción cognitiva.
¿Por qué molestarnos en debatir si puedo silenciar a quien piensa diferente? ¿por qué explorar un punto de vista opuesto si mi algoritmo ya me ha confirmado que el mío es el “correcto”? Esta “felicidad” de la uniformidad es la ausencia de la disonancia cognitiva, la comodidad de vivir en un eco constante de nuestras propias voces.
Me viene a la mente el término “psicología digital” del que habla Byung-Chul Han, el filósofo que critica la sociedad del rendimiento. Podríamos ver esta uniformidad como una especie de seducción que nos lleva a autocensurarnos y a autolimitar nuestro horizonte mental. Estamos tan ocupados produciendo nuestro “yo digital” perfecto y consumiendo lo que el algoritmo nos dicta, que perdemos la capacidad de la negatividad, de decir que “no”, de pensar “fuera de la caja”
La trampa del entretenimiento: La diversión que silencia la crítica
El argumento de que las redes sociales son “sólo para divertirse” es la excusa perfecta para evadir la responsabilidad intelectual. No digo que el ocio no sea necesario, es incluso un derecho humano fundamental, pero cuando el ocio se convierte en la única interacción con la información, y esta información está medida por un interés comercial que busca mantenernos adictos y predecibles, algo grave está pasando.
Las redes sociales no son una burbuja suspendida en el aire; son una corriente que, queramos o no, nos arrastra. La exposición constante a una visión del mundo homogénea no sólo refuerza nuestras ideas preconcebidas sino que nos impide desarrollar nuevas. Nos volvemos menos aptos para debatir, más intolerantes a lo diferente y, por si fuera poco, menos creativos en nuestra forma de pensar y actuar.
Marshall McLuhan ya nos advirtió que “el medio es el mensaje”. Y el mensaje del algoritmo es claro: “Quédate aquí, no pienses demasiado, no te expongas a lo incómodo, nosotros nos encargamos de tu felicidad”.
Y luego, ¿qué hacemos?
No quiero decir que dejemos las redes sociales. Ya están aquí y son parte de nuestra vida, pero eso no quiere decir que “sucumbamos”. El primer paso es hacer conciencia. El segundo, actuar. Dejemos de glorificar nuestro “algoritmo entrenado” y empecemos a desafiarlo. Busquemos aquello que incomoda, ideas con las que no siempre estamos de acuerdo. También está “la vieja confiable”: apagar el teléfono de vez en cuando, miremos el mundo sin el filtro de la pantalla de cristal. Seamos honestos, a menos que dirijas un país, no es necesario que estés pendiente del celular 24 por 7. En lugar de preocuparnos por entrenar el algoritmo, preocupémonos por entrenar nuestra mente. Enriquezcamos nuestra capacidad para desarrollar el pensamiento crítico y diverso. Tomemos un libro y leamos un poco.
POR: Marisol Iturrios





