No hay espacio para lo lento. Lo rápido se impone. Con la Revolución Industrial las ciudades crecieron, las distancias se agrandaron y el ritmo se aceleró. La llegada del internet supuso una vuelta de tuerca más a esta situación, expandiendo la velocidad a todos los ámbitos y normalizando el concepto de «rapidez».
El napoleónico «Despacio que llevo prisa» quedó en desuso, ahora suena como eco de una época ausente donde se le pedía a los apresurados sosiego en sus almas. «Tranquilo», decían los más viejos, y los mancebos atendían a la recomendación. Hoy, aconsejar tranquilidad es ir en sentido contrario a la dinámica social. Lo apresurado elimina los ritos y con ellos una desimbolización de los comportamientos. El Fast Food, la comida rápida, es un «traga y vete» sin tiempo para la degustación y la plácida sobremesa. Degustar no es solo paladear, es tomarse el tiempo de saborear lo engullido con todos los sentidos. Esta palabra —de origen— impulsa el acto de recorrer (‘degustare’) a completud el bocado para asirlo. Asimismo, sin sobremesa no hay plática que fortalezca el lazo social. El gourmand Brillat-Savarin diferenciaba entre el pastar/tragar —cosa de animales— y el saber comer —cosa muy humana—, donde esto último considera una dimensión que va más allá del burdo alimento y abarca la interacción con el otro. Ya no se trata de comer, sino de convivir.
Los cursos de «Lee un libro en 10 minutos» son una oferta atractiva para los seudolectores que no se han dado cuenta del sentido gozoso del acto lecturil, y que ven en la numeralia la satisfacción, más que en la lectura como tal. Cantidad sobre calidad. Leer con rapidez —que no es lo mismo que ser buen lector— es la apuesta de un sistema mercantilista que se basa en la velocidad. Hoy más que nunca la frase de Benjamin Franklin, «Time is money», se advierte como real, y el internet lo respalda. Las imágenes se leen más rápido que las letras, de ahí la reducción hasta el absurdo en la extensión de las notas periodísticas, convirtiendo un tema profundo en uno superfluo y transformando la vastedad de En busca del tiempo perdido, de Proust, en una anécdota sobre el aroma de las magdalenas, por ejemplo. No hay tiempo. En el sexo, «el rapidín» se va transformando en el estándar, de ser la excepción —un sucedáneo del encuentro pasional— pasa a ser la norma. Imitando a la gastronomía con su movimiento ochentero de Slow Food, en el tema de las artes de alcoba ha surgido la propuesta del Slow Sex. Comida lenta y sexo lento para paliar los claros signos de obesidad, no tanto en nuestra carnes como sí en nuestro espíritu. Lo lento nutre y beneficia al alma. Curioso que se tenga que adoctrinar sobre el sexo calmado, que se deban reafirmar prácticas de caricias, besos y miradas, pero es necesario para hacer frente al embate reguetonero —una música que le apuesta a la prisa por vivir— que promulga sin empacho el ya tristemente célebre «mami, vamo a cogé», dado que con esa invitación tan directa se va borrando de tajo el lento y precioso ritual de la seducción.
La contemplación y lo lento requieren tiempo, una pausa en el andar, una desconexión con lo superficial, pero debemos estar permanentemente conectados, se nos dice. Un verbo aplicable a las planchas, televisiones y batidoras es ahora extendible a lo humano: conectarse. El teléfono celular, los relojes inteligentes y las tabletas electrónicas nos mantienen en estado de conexión perpetua, por lo que el ocio y el descanso son mal vistos. Atrás quedó el sentido sagrado de la palabra «jubilarse», que era ‘descansar del trabajo’, no para entregarse al pecado capital de la pereza sino como un tener tiempo para el acto contemplativo y la comunión con los dioses. Jubilarse viene de Jubileo (Año Santo), con todo el imaginario de júbilo y festejo. En el descanso, en lo lento, está el encuentro. En lo rápido está la separación y el alejamiento, el adiós y el olvido.
Por: Alejandro Ahumada










