Desde antes de que el sol despunte, el aroma del maíz y de la carne guisada comienza a envolver la pequeña comunidad de Puente Grande, en el municipio de Jalapa.
Las manos no se detienen y este 10 de diciembre son más de 35 personas, movidas únicamente por la fe, llegan cada año al llamado de doña Carolina Reyes para cumplir una misión que no conoce de cansancio ni de reloj: alimentar a los peregrinos que pasan rumbo al Tepeyac en vísperas de la celebración de la Virgen de Guadalupe.
Este año, el fuego arde también con nostalgia. El esposo de doña Caro, compañero de esta promesa y motivo original de su fe, ya no está.
Partió recientemente, pero su ausencia no ha apagado la llama del compromiso que ambos asumieron hace décadas.
Mujeres y hombres trabajan hombro con hombro: unos deshebran la carne, otros llevan el maíz al molino, algunos lavan ollas enormes, otros preparan el caldo.
Hay risas, silencios respetuosos y miradas que se entienden sin palabras.
Todo se hace por amor y por fe. Nadie cobra, nadie se queja.
Cada tamal envuelto, cada plato servido, es una ofrenda para quienes llegan con los pies heridos y el corazón lleno de esperanza.
La historia que sostiene esta tradición está hecha de milagros, al menos para doña Caro.
Hace más de 30 años, su esposo fue librado de un grave problema renal.
Años después, ella misma sobrevivió al cáncer.
Desde entonces, su vida se convirtió en testimonio de agradecimiento.
Y así, entre el humo que sube al cielo y el canto lejano de los peregrinos, Puente Grande se transforma cada diciembre en un altar vivo, donde la fe se cocina a fuego lento y se sirve con el corazón.
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Liliana Calcáneo (FOH)




