¿En qué estarán pensando quienes escuchan una canción amorosa y le encuentran —utilizando la jerga de algunas neo sectas— discursos patriarcales, violentadores o tóxicos? Si tomamos una muestra al azar de veinte canciones románticas, es muy posible que en varias de ellas sus intérpretes se expresen del objeto amado como algo que es de su propiedad.
El amor es posesivo. Y no tiene que ver con violencia. Es cómico escuchar que a estos revisionistas se les dificulte tanto entender que el amor tiene que ver con la posesión. José José cantaba, «Cuando vayas conmigo no mires a nadie / que alborotas los celos que tengo del aire»; Camilo Sesto entonaba, «Celos de los ojos de mi amigo /del saludo del vecino y del forro de tu abrigo», mientras Paulina Rubio exclamaba con fuerza y desparpajo «¡Ese hombre es mío!» ¿Violentadores?, no, solo apasionados. Muchos de los que critican canciones de este tipo vitorean gustosos las que hablan de infidelidad y maltrato real. Una indignación selectiva muy de nuestra época.
El amor es posesivo. Y no se apega a lo que la cultura pop desea. Una conocida psicoterapeuta a nivel nacional expuso la siguiente salvajada: «Las personas felices no se enamoran». En su opinión, la gente débil y vulnerable requiere del amor. Este tipo de psicologías normativas que nos dicen qué tenemos que sentir, y cómo, viven negando la castración, no pueden con la idea que nos vinculamos —o intentamos vincularnos— a través de la falta, y que esto no es un defecto sino que es parte de lo que nos hace humanos. Esos mismos psicólogos son los que dan «Diez consejos para ser feliz», «Cinco consejos para amar en libertad» o «Tres consejos para encontrar a nuestro ser de luz»; lo que no han comprendido es que si hay algo que se resiste a ser dejado en libertad es precisamente el amor. El «si amas algo déjalo libre» es una conceptualización idílica. El amor no es libre, no quiere serlo. Cualquier enamorado en las primeras etapas de su relación lo ha comprobado. Si alguien argumenta que existe diferencia entre el amor y enamoramiento no queda más que darle la razón, pero de lo que hablan los poemas de amor y las canciones románticas no es sobre ese tipo amor ya estabilizado que da certeza y confianza, sino del otro amor, del de las primeras etapas, del apasionado e irreverente, de aquel intensísimo que nos orada y no nos deja dormir.
El amor es posesivo. Y lo que amamos lo miramos como propio. El trovador Alberto Cortez lo expone de manera hermosa en su canción Callejero, aquella dedicada al querido perro de su barrio que al final «se bebió de golpe todas las estrellas». En ella repite una y otra vez «nuestro perro», esto para enfatizar la posesión del canino por parte de quienes le han tomado cariño; y para dejar en claro que la posesión cuando hablamos de amor no es negativa, Cortez dice en la letra: «Era nuestro perro porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad». Aplica a perros y humanos. Y sí, lo amado lo consideramos de nosotros, nos pertenece o quisiéramos que nos perteneciera. Traigamos a la memoria aquel viralizado video de una comicidad involuntaria donde dos jovencitos, presumiblemente en el pico de su limerencia, le recuerdan a quien los mira que cada uno es del otro: «Él es mi novio, mío, ¿entendieron?, mío», exclama ella entre mordiditas de amor y besos, mientras él, sonriente, la secunda al afirmar, «Ella es mía, cabrones», y nos advierte «Si quieren buscarla no se atrevan, porque amanecen en bolsas». Creo que muy pocos pensaban en meterse en ese noviazgo para iniciar una relación con él o con ella —y no tanto por las amenazas—, pero ante los enamorados ojos de los jóvenes, no estaba de más el recordatorio que uno era el dueño de la otra y la otra del uno. Y todos contentos.
El amor es posesivo. Y el matrimonio es prueba de ello. Karol G, con todo y su postura de mujer independiente, dice en su rítmico tema Si antes te hubiera conocido: «Yo me caso contigo / Mi nombre suena bien con tu apellido / Estoy esperando el primer descuido / Pa’ presentarte como mi marido». La cantante que hace odas a la marihuana y a las relaciones libres en otros temas, sucumbe a la naturaleza del amor, ya que el matrimonio se ve como el lugar socialmente aceptado donde dos se pertenecen. ¿No es acaso el «Hasta que la muerte los separe» la frase ansiada por los enamorados?, misma que —tristemente— toma aires cómicos una vez que el manto de Eros deja de arroparlos. Las demandas postmatrimonio dan cuenta de ello.
El amor es posesivo. Y es mejor entenderlo de ya.










