En la entrada de los campos de concentración nazi se les daba la bienvenida a los prisioneros con una frase colocada en la parte superior de las rejas: «Arbeit macht frei», es decir, ‘El trabajo te hace libre’. La cínica oración jugaba con el hecho de la imposibilidad de libertad de los ahí encerrados. Sin embargo, reflejaba uno de los pilares del pensamiento moderno, a saber, que la actividad laboral define al hombre, es decir, que uno es en función de su trabajo.
Y es verdad. El trabajo muchas veces da libertad de cuerpo y de alma, ennoblece, tonifica la disciplina, genera confianza en el porvenir, estatus y seguridad. Para los millones de trabajadores que son empleados, sin importar el nivel, su trabajo al interior de una empresa produce un sentido de pertenencia y certidumbre. ¿Pero qué pasa cuándo la garantía de estabilidad que engendra el trabajo es una mera ilusión? ¿Qué nos dice el hecho que cualquiera puede perder su empleo y credibilidad cuando la funa aparece? De origen chileno, funa es la palabra para designar algo descompuesto o podrido; hoy, el término se ha extendido para describir un hecho considerado incorrecto. En infinitivo, funar refiere el acto de denuncia en redes sociales, una exhibición pública que propicia —generalmente— un rechazo comunitario.
Hoy, cuando la funa entra por la puerta, el trabajo se escabulle por la ventana. Es común ya que las empresas se deslinden de una relación laboral argumentando que el funado —o la funada, ya que aquí no hay distingos— van en contra de sus principios organizacionales. Pero muchas veces esto no es así: la empresa puede estar enterada del acto, pero mientras no sea público no tiene consecuencias. Es cuando la noticia se viraliza que el empleador se deslinda moralmente, sin importarle los efectos para el trabajador. Ejemplos abundan: la pareja de CEOs, supuestamente infieles, que fueron removidos de sus cargos durante un concierto de Coldplay; la pérdida de patrocinio de Javier «Chicharito» Hernández por parte de Adidas por supuestos comentarios misóginos; el despido de la periodista Claudia Mollinedo, de Radio Fórmula, por inconformarse al ser desalojada de un restaurant en la madrugada; finalmente, el guardaespaldas del presidente municipal de Cuyoaco, Puebla, despedido por actuar «de forma arbitraria», al interior de un centro comercial, según su propio jefe. Y la lista sigue. Aquí no se cuestiona la supuesta amoralidad de sus actos, sino la postura de los empleadores de romper cualquier vínculo para evitar que la funa los alcance.
El sociólogo Richard Sennet, en su libro La corrosión del carácter, de 1998, analiza cómo la sólida rutina que proporciona el trabajo ha mutado en las últimas décadas. Con el «nuevo capitalismo», como le llama, esa estabilidad es cosa del pasado; hoy, con las constantes reestructuraciones empresariales, fusiones y modificaciones a los contratos colectivos de trabajo la incertidumbre envuelve al trabajador, pues sabe que nada es garantía. En opinión de Sennet, su carácter se corroe, se deteriora ante la imposibilidad de pensarse en un ambiente estable. Lo propuesto en su texto, escrito hace casi 30 años, ha llegado, gracias a la funa, a ser un problema mayúsculo. Hasta no hace mucho, ante un sesgo de opinión las empresas —en esta idea corporativa de «más que empleados somos familia»— mostraban su respaldo a quien tuviese un problema. Era la empresa contra el mundo exterior. Las filas se cerraban en apoyo al trabajador. Ahora son las primeras en manifestar su desacuerdo. La funa es censura colectiva, es la voz de la masa, una voz muchas veces irracional y cargada de pasión, pero el problema de fondo es la culpabilidad a priori que se posa sobre el funado, quien muchas veces debe alterar su opinión para terminar la cancelación y reintegrarse a la sociedad. Un mea culpa que lo redime ante la opinión pública.
El trabajo te hace libre, sí, pero es una libertad temporal, una libertad que dura hasta que lo alcanza la funa.










