En pleno siglo XVII, el jesuita Baltasar Gracián escribió “El Criticón”, su novela filosófica más ambiciosa, una obra que, lejos de quedar sepultada bajo el polvo del tiempo, resuena hoy con una vigencia desconcertante. Más que una cumbre del barroco español, se trata de un espejo crudo, lúcido y despiadado de la condición humana. Dividida en tres partes y publicada entre 1651 y 1657, esta alegoría de la existencia traza el periplo simbólico de dos personajes contrapuestos: Andrenio, encarnación del impulso, la pasión juvenil y la ingenuidad; y Critilo, figura de la razón madura, la experiencia y el juicio sereno.
El nombre de Critilo proviene del griego “kritikós”, “el que discierne”, y encarna lo que Gracián proponía como el ideal del espíritu sagaz: un observador que no solo juzga, sino que lo hace con profundidad e intención ética. En cada etapa del viaje, ambos enfrentan la falsedad, el engaño, la necedad y la hipocresía que conforman el teatro del mundo. Hoy, cuatro siglos después, cabe preguntarnos: ¿qué hemos aprendido desde entonces? Y más aún, ¿quién es el Critilo contemporáneo?
Vivimos inmersos en una era donde la crítica abunda, pero el juicio escasea. La diferencia entre el crítico genuino y el mero «criticón» de ocasión es más que semántica: se trata de una línea que separa el compromiso del cinismo. La proliferación de voces que opinan y señalan —sin información ni rigor— es una de las enfermedades sociales más visibles de nuestra época. Vemos a individuos que se autoproclaman jueces de todo y de todos, pero rara vez asumen responsabilidades por algo concreto.
Como en la obra de Gracián, nuestro tiempo también es una especie de viaje simbólico. La sociedad contemporánea se debate entre el impulso emocional de Andrenio y la mirada reflexiva de Critilo. Lo inquietante es cuántos han asumido el papel del «criticón» sin la menor intención de construir. Cuestionan la gestión pública, la educación, la salud y la seguridad, pero se abstienen de participar en decisiones colectivas; no proponen soluciones ni se involucran. Desde la comodidad del escepticismo, se limitan a denunciar sin actuar.
No hablamos solo de ciudadanos comunes. También hay quienes, frente a la crítica, reaccionan con desdén, como si toda observación fuera un simple capricho o respondiera a algún interés malicioso. Prefieren silenciar al observador agudo en lugar de atender el fondo del señalamiento. Esa actitud defensiva revela otra forma de “criticón”: el que teme al espejo incómodo de la verdad.
Por fortuna, aún existen los verdaderos críticos: personas que observan con atención, analizan con rigor y actúan con responsabilidad. Como Critilo, no se dejan arrastrar por la emoción o el juicio fácil. Su crítica nace del deseo de mejorar, y por ello va acompañada de acciones concretas: participan en su comunidad, proponen soluciones, colaboran con otros, sostienen la esperanza a través del compromiso.
Estos críticos no se conforman con señalar los parques sucios; organizan brigadas de limpieza. No se quejan únicamente de la inseguridad; proponen alternativas de prevención y trabajan fuertemente a favor de los valores desde la familia. No se indignan solo por redes sociales; se movilizan, estudian, proponen. Son la conciencia activa de una sociedad que aún puede elegir no hundirse en la queja vacía.
Por cierto, la literatura nos regala a un personaje que, como Critilo, nos recuerda también que en tiempos de ruido, quien discierne con profundidad se vuelve imprescindible. Me refiero al príncipe Mishkin, de “El idiota”, de Dostoyevski. A diferencia del opinador frenético, Mishkin —a quien me atrevo a calificar como el “crítico silencioso”— encarna una generosidad incomprendida y una lucidez moral desprovista de estridencias. No denuncia a gritos las corrupciones del mundo; las revela con su sola bondad, con la forma en que su alma contrasta con la mezquindad de los demás. Su juicio no está en las palabras, sino en el ejemplo.
CANDILEJAS
El camino hacia una sociedad más justa no se construye con dedos acusadores, sino con manos que trabajan, piensan y proponen. El futuro pertenece a quienes, como Critilo, han aprendido que juzgar sin actuar es otra forma de rendirse.
Por: Mario Cerino Madrigal










